LA MADRE DE FRANKENSTEIN. ESPAÑA EN BLANCO Y NEGRO

España, Reseñas

Javier Ortiz (Productor y Gestor Cultural) / 16 de octubre de 2023

La madre de Frankenstein entronca en una línea de revisión de la identidad nacional a través de la dramaturgia que tiene ya un amplio recorrido en los escenarios españoles. El proyecto del Teatro del Barrio, compañías como José y sus Hermanos y montajes del propio CDN como Breve Historia del Ferrocarril Español, N.E.V.E.R.M.O.R.E o El Bar que se tragó a todos los españoles son sólo algunos ejemplos, al que se cabe añadir actualmente Iribarne, también en el CDN. Pero La madre de Frankenstein es además el homenaje a una de nuestras mejores escritoras, Almudena Grandes, amiga de la directora del montaje y uno de los mayores exponentes de la recuperación de la memoria histórica con su galdiosiana serie Episodios de una guerra interminable. Hay entre quienes acuden al teatro una mezcla de reverencia hacia la autora y de sentido de comunidad al poder recrear una parte oscura de nuestra historia en la adaptación de una intelectual de primer orden. Y es hermoso recuperar los teatros nacionales como lugar de encuentro de una parte de la sociedad que viene a celebrar esa historia silenciada por los vencedores.

La sinopsis es sencilla: Germán Velázquez, eminente psiquiatra exiliado en Suiza, vuelve a España para iniciar un tratamiento experimental en el manicomio de Ciempozuelos, donde se halla, entre otras, Aurora Rodríguez Carballeira, a quien el padre de Germán ayudó cuando asesinó a su hija Hildegart, concebida como un experimento que salió mal.

La puesta en escena es sugerente. El espacio escénico es un manicomio en blanco y negro, metáfora de la España de los años 50 en la que solo llevan elementos de color los personajes que de una manera u otra significan espacios de libertad conquistada, como la anarquista, los muñecos de Aurora o la enferma que responde al tratamiento y sale de su catatonia para abrazar la vida. El montaje mezcla personajes reales como López Ibor o Vallejo-Nágera, con personajes ficticios que permiten recorrer los agravios del nuevo estado surgido tras la guerra y basado en la represión, el miedo y la hipocresía, y ello a través de sus principales víctimas: las mujeres (María Castejón), los homosexuales (Eduardo Méndez) y las libertades, reflejadas en el montaje a través del conocimiento científico. Acontecimientos como el exilio, la Desbandá, la eugenesia, el robo de niños por parte de la Iglesia, el nepotismo de la clase dirigente, o la represión sexual y política discurren en escena durante más de tres horas y media de función en un relato en que sólo cuatro o cinco personajes principales tienen un dibujo definido, mientras que el resto sufren de un esquematismo que resta brillo a una propuesta que, con sus altos y sus bajos, sale triunfante de una empresa donde era fácil naufragar.  El propio protagonista, como el Jack Nicholson de Alguien voló sobre el nido del cuco, se interna libremente en la vida del manicomio ante el estupor de los que quisieran tener la libertad de salir y la sospecha de los representantes del régimen que no acaban de considerarlo como español, situación que dura todo el montaje y que sólo se resuelve con el discurso de Germán Velázquez ante Eijo Garay, encarnación de la Iglesia más retrógrada. Sobran las rupturas del relato y el dibujo de algunas transiciones no siempre es limpio. Los personajes se definen más por su posición ante los debates temáticos de la obra que por su personalidad: monja buena/monja mala, el oscurantismo de López Ibor y Vallejo Nágera frente al posibilismo de Germán y del director del manicomio, la educación reprimida de María frente a la libertad del personaje de la anarquista, la sexualidad de Germán frente a los señoritos y los pretendientes rijosos de María…  todos envueltos en una atmósfera oscura donde la violencia explícita ha dado paso al chantaje, a la amenaza velada y al miedo institucionalizado. En medio, Aurora Rodríguez Carballeira como la metáfora de un país que se ha vuelto loco por lo que quiso ser y no fue y a la que tanto autora como directora miran con ternura.

Pablo Derqui encarna a Germán Velázquez con brillantez, con una precisión y una empatía que permite recorrer el relato sin cansarse ni perderse. Macarena Sanz da vida a María Castejón con una naturalidad que hace parecer fácil un trabajo muy medido, Ferrán Carvajal nos regala momentos de virtuosismo corporal y Jordi Collet es el amigo fiel, el médico homosexual que se ha acomodado y que funciona como la conciencia posibilista del protagonista. Blanca Portillo tiene ya el distintivo de La Portillo, reservado a las verdaderamente grandes, pero en este trabajo se limita a brillar como suele sin sorprender, y sus monólogos de la segunda parte se prolongan demasiado dificultando su trabajo. El resto de intérpretes transita con eficacia por los numerosos personajes que se les adjudican ligando su suerte al mejor o peor dibujo que la adaptación les ofrece.

La Madre de Frankenstein es, en fin, un hermoso esfuerzo que Almudena Grandes dota de belleza en el texto, y Carme Portacelli y Anna María Ricart adaptan a la escena en un montaje algo esquemático que merecería una gira nacional y que debería tener encuentros con el público tras la función, para que ya que no podemos desenterrar a nuestros muertos, podamos al menos sacar a la luz algunos episodios de nuestro pasado más oscuro.

Fotografía de Geraldine Leloutre

La madre de Frankestein de Almudena Grandes. Adaptación de Anna Maria Ricart Codina y dirección de Carme Portaceli.

Del 29 de septiembre al 12 de noviembre de 2023 en el Teatro María Guerrero (Madrid)

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