OTOÑO EN ABRIL de La Belloch Teatro

España, Reseñas

Por Jesús Eguía Armenteros (Università degli Studi di Padova) / 20 de septiembre de 2021

Existe un conjunto de obras teatrales que desde hace años gira por la península ibérica, sentando espectadores en toda clase de patios de butacas y balcones, desde los “cool” de capital hasta los campechanos de provincia con poco uso. Y la dificultad de un ejercicio tal no solo parte de la batalla en la distribución, algo que aún a día de hoy requiere vencer conductos administrativo-políticos casi siempre ajenos a la evaluación artística, sino a la propia estabilidad del espectáculo teatral, es decir, que el propio elenco actoral no se diluya ante la incertidumbre e inestabilidad laboral de nuestros días. Casi podría decirse que para lograr algo así haría falta que la compañía fuera como aquellas de El viaje a ninguna parte, es decir, familias. ¿Será eso lo que ha logrado La Belloch Teatro? ¿Tendrá también que ver la idiosincrasia de sus temas? 

Pero dado que soy un inmigrante, solo he podido ver una de ellas, Otoño en abril, en un viaje relámpago a un teatro de las afueras del que da igual acordarme porque bien pudiera ser de Ciudad Rodrigo, Medina del Campo, Ávila o Aranjuez. ¿Habrá sido Aranjuez? Antes de plantear el porqué considero que esta obra “toca” y “me toca”, atrae y asienta público y es lógico que haya logrado un éxito distinto al de creadores coetáneos, creo que debo exponer su contraste con el entorno escénico de Madrid y Barcelona como mínimo. 

El gremio escénico, como el de casi todas las artes desde finales del s. XX, ha ido ensimismándose, engulléndose, meta-contándose y no solo en lo referente a la exposición de procesos de creación como tema recurrente, sino apuntando a temas escasamente cotidianos, propios de una realidad muy particular como la de aquella de quienes tratan de sobrevivir con un tipo de vocación que suele abocar a una visión del mundo desde la soledad del artista-individuo hacia un entorno incierto percibido como agresor, ante el cual reaccionan generando ceremonias, un código propio, “mediante una acción subversiva que dé coherencia a sus vidas, reafirmando su individualidad frente a él, y que al ejecutarse les condena a la autodestrucción al evidenciar a la vez su pertenencia a un sistema común”[1], en conclusión, trabajos escénicos que sólo pueden atraer a un público endogámico en una suerte de actividad comercial de auto-adoración. ¿Y qué hace Carolina África? Boquerones fritos que hay que freír más por miedo al Anisakis ya que tu hija está embarazada. En esta obra transitan personajes cotidianos para la mayoría de la población mediterránea pero que no por ello viven sus conflictos con menor intensidad que el príncipe de Dinamarca o las performances desnudas que se cortan y sangran mientras hablan de las atrocidades realizadas en la Historia del hombre.

Otoño en abril presenta diferentes realidades simplemente porque sube a escena a una familia: una hija inmigrante en vídeo llamada que tardará en conocer a su recién nacida sobrina; otra hija en crisis matrimonial con un marido enredado en el trabajo, seguramente para evitar enredarse con su esposa, estrategia que ella misma usa con su hija de 9 años, a la que inscribe en actividades extraescolares y alimenta a base de videojuegos con el fin de evitar relacionarse con ella, a lo que se suma una sexualidad confusa —en un tiempo en el que para la mayor parte de la población todo lo sexual es confuso—; otra hermana que, sin entenderse a sí misma, es incapaz de afrontar la vida adulta y emanciparse de su familia, complicación propia de una España de escasas oportunidades respecto a los sueños inculcados en la infancia; y la protagonista, la hermana que, tras una vida amorosa fallida, será madre soltera con un cuerpo, quizás por su edad tardía —realidad cotidiana son ya las maternidades a los treinta y muchos años e incluso cuarenta—, que la deja destrozada física y psicológicamente y con una bebé abocada a la incubadora y, presumiblemente, a consecuencias que irán surgiendo a lo largo de su crecimiento, al igual que su prima, que tampoco lo tendrá fácil ante las estrategias de distanciamiento de su madre.

Como pilar de la familia se presenta la Madre, mujer educada en la dictadura franquista pero que la Transición Democrática hizo soñar con hijas que, a pesar de venir de clase obrera, lograran trabajo fijo y un piso en propiedad, Madre que obligatoriamente se ha ido adaptando a la obligada modernización continua que, sin embargo, no le demuestra haber dado mayor felicidad a las personas. 

Un ejemplo de cómo Otoño en abril escenifica conflictos desde la cercanía cotidiana se evidencia con detalles como el de la Madre y su fe católica. En la obra este tema no es presentado desde el prisma socio-político de si el Vaticano esto o lo otro, si los curas pedófilos, el aborto o la fiscalidad, sino sobre algo tan sencillo cómo que la fe cristiana ayuda a la Madre a sobrevivir porque le da paz, la sostiene para intentar dar estabilidad a su familia frente a la diversidad y una incertidumbre constante porque “aunque no te guste y te te duela cómo es el otro, aunque no tengas nada que ver, ni te interesen las mimas cosas, ni votes al mismo partido político, te quieras.” (África, 2020, 117). Y tengo que decirlo claro: un planteamiento así y una afirmación como esta en la sociedad política, mediática (y escénica) española es subversión radical. He aquí la clave, la subversión radical de Otoño en abril  —y presumiblemente de todo el teatro de África hasta ahora— es haber creado un teatro costumbrista, familiar a la vez que poliédrico, capaz de llegar a todas las generaciones y grupos de españoles (o de mediterráneos) porque siempre hay alguien que no sabe lo que es un “Cabify”, una “Influencer” o la fe católica sencilla, vivida desde la esperanza y la caridad mientras cortas pechugas de pollo.

Por contra, aspectos actualmente asumidos desde una normalidad casi dogmática, como los social media y la sumisión de nuestras vidas a los gadgets tecnológicos, o la aceptación casi total de la imposibilidad de que las pareja permanezcan estables, son los que en Otoño en abril  se evidencian ajenos, batallas contra las que sí merece la pena luchar o como mínimo interrogarse sobre si tales dogmas hacen bien al ser humano. Violento, subversivo también es tratar el tema del embarazo, de ser madre desde la «normalidad» familiar, es decir, exponiendo los conflictos que la gestación, el parto y el postparto suponen per se, sin que haga falta sumarle más disparos. Esa es la normalidad de la ciudadanía que en la obra de África puede verse reflejada y sentida: ahí dentro estamos.

En concordancia con ello, África compone una puesta en escena sencilla, casera, íntima pero poética, sin necesidad de grandes impactos visuales precisamente porque el transcurrir de la historia es como los juegos infantiles: mágica por lo lúdica. Las actrices —o las niñas que juegan— nos transportan junto a sus muñecas y muñecos que se ríen y se abrazan, se enfadan y desenfadan hasta que toca dejar la partida, colocar las cosas e ir cada una a su cama particular porque no queda otra: el tiempo pasa. 

La comunión entre el elenco actoral es brillante y constato que en la función que presencié no actuaban ni Carolina África ni Beatriz Grimaldos, las dos titulares con el personaje de Alicia, sino una tercera de última hora, Ana Mayo. Era un domingo a las seis de la tarde y el patio de butacas estaba completo (atendiendo a las limitaciones COVID) y, por deformación profesional, cuando mis ojos comenzaron a brillar, ojeé a mí alrededor: las lágrimas eran comunes, tanto para los que vieron jugar a Alfredo Di Estéfano como para los seguidores de Dartacán y los de Pokemon: de todo había porque cabíamos todos. Ahí está su virtud, esta familia es familia y hay para cualquiera.

Quizá pudiera criticarse con que “es teatro pasado, costumbrista, como de culebrón tranquilo de las cuatro de la tarde con ciertos trucos meta-teatrales para que parezca teatro actual” —y sin haber leído sobre ello puedo imaginarme tales comentarios—  si bien quizá por ello Otoño en abril supone un acto de subversión frente la escena actual: una estrategia artística que rompe la cotidianidad agresiva y ceremonial de nuestras creaciones teatrales contemporáneas para hacernos disfrutar de nuestro día a día brillantemente contado, llegarnos dentro y hacernos reflexionar en que el camino bien pudiera ser otro para nuestro teatro y nuestras vidas.

Texto y dirección CAROLINA ÁFRICA / Intérpretes: La madre: PILAR MANSO / Carmen: PAOLA CEBALLOS / Alicia: CAROLINA ÁFRICA / BEATRIZ GRIMALDOS / ANA MAYO Paloma: MAJO MORENO / Noelia, Doctoras, Amparito y Vecina: LAURA CORTÓN / Escenografía: MÓNICA BOROMELLO / Iluminación: SERGIO TORRES / Espacio sonoro: NACHO BILBAO / Vestuario: GUADALUPE VALERO / Visuales: MAJO MORENO, DAVID MARTÍNEZ Y NÉSTOR L. ARAUZO / Fotografía: PILAR MARTÍN BRAVO Y GONZALO MOLES / Comunicación: MANUEL BENITO / Ayudante de escenografía: LORENA RUBIANO / Construcción de escenografía: DCSSET DAVID CUBELLS ESCENOGRAFÍAS / Distribución: GG PRODUCCIÓN ESCÉNICA / Realización de vestuario: PETRA PORTER / Ayudante de dirección: BEATRIZ GRIMALDOS / Coordinación de producción: LAURA CORTÓN / Producción: LA BELLOCH TEATRO

[1] BERENGUER, A. (1977), L´exil et la cérémonie. Le premier théâtre d´Arrabal, Francia: Union Générale d´Editions, p. 327.

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